domingo, 25 de febrero de 2024

Un susurro más allá del mar

A veces hablaba con ella y notaba que dudaba de quién era yo.

¿Cómo puedes olvidarte de mí -pensaba- si me has llevado dentro, si me has criado, si me has dado la vida?

Si de verdad hay un dios, ¿cómo puede permitir que una madre olvide a sus hijos?

La letra y la música son mías, pero la voz, las guitarras y, sobre todo, la emoción, la pone Álvaro Modrego, que se deja los dedos en un punteo maravilloso y la voz en un temblor precioso.

 

Letra:

 A veces te vas y tras tus ojos no hay más 

que un Edén desierto, 

 pero suelo soñar que me vuelves a abrazar 

como cuando era pequeño. 

Un beso desde el balcón, 

algún caramelo, 

una caricia si había que madrugar, 

algún grito, algún te quiero, 

batas contra el frío, hambre y paz. 

Quiero pensar que al fondo, en algún lugar, 

guardas de mí un recuerdo, 

que soy algo más que el niño flaco que está 

contigo en fotos en blanco y negro. 

Tu risa y mi mal humor, veranos al pueblo, 

¿qué tal el cole?, deberes y a merendar… 

¿Dónde están esos momentos? 

Restos de ceniza en un hogar.

 

coda: 

Pronto me olvidarás y mi voz será 

como un susurro más allá del mar. 

El eco extraño de otro lugar, 

el grito sordo de mi alma herida. 

Maldigo al dios que ha sido capaz 

de hacerte olvidar 

ue un día me diste la vida.



domingo, 7 de enero de 2024

viernes, 8 de septiembre de 2023

SUYA

nota: este relato lo presenté al II CERTAMEN NACIONAL DE MICRORRELATOS CON PERSPECTIVA DE GÉNERO de Los Ojos del Júcar. No ganó, pero ha quedado entre los 21 finalistas con los que se compondrá un póster que se publicará en noviembre de 2023, presencialmente en Cuenca, virtualmente en la revista de Los Ojos del Júcar. https://losojosdeljucar.com/


SUYA

Le di mi risa, mis besos, mis abrazos y mi primera vez. Le di la niña que fui, la adolescente que dejé de ser y le regalé la mujer en la que me convertiría. Suya, para él, envuelta en amor, expuesta sin pudor a su cuerpo porque suyos eran mi piel, mi placer y, como amante, mi pasión.

Le di mi anhelo, mi sueño de vestido blanco y la ilusión de una estúpida casita con flores que aquella niña que ya no era había dibujado en cientos de diarios llenos de purpurina. Suya, para él, envuelta en esperanza, expuesta sin pudor a su antojo porque suyos eran mi futuro, mi cada día, y, como esposa, mi devoción.

Le di tres partos, dos hijos y una herida con forma de pequeña cajita blanca. Suyos, para él, risas, peluches, libros de colores, noches de llanto, biberones y el caos de los chupetes sucios, expuestos sin pudor a su despreocupación porque suyos eran mi cansancio, mi madrugada y, como madre, mi deber.

Le regalé no sufrir mi mes, mis mañanas legañosas, mis muchos defectos y los estragos que el tiempo fue marcando en un cuerpo que se iba convirtiendo en el triste recuerdo de aquella piel que antaño ardía ante su sola presencia. Suya, para él, envuelta en cremas, trapos y abandono, expuesta sin pudor a su desgana porque suyos eran mi falta de deseo, mi cansancio y, como mujer, mi culpa.

Le di mi olvido, le di la espalda y se llevó mi vida. Suya, mi vida suya, expuesta sin pudor al filo de un cuchillo que no me la pudo arrebatar porque ya se la había dado yo, porque suya era por mi voluntad, porque suya me mató, porque suya, me gritaba, era suya.


miércoles, 7 de diciembre de 2022

PRODUCTIVO

Canción que termina el disco "Centro infame", de 2022.

Este tema habla un poco sobre el cansancio del trabajo sin sentido.




Qué harto estoy de tener que ser productivo,
de girar en tu noria y ser el burro más eficaz,
de ser un engranaje, un simple mecanismo,
de quemar las horas y vuelta a empezar...

de vender mis horas y vuelta a empezar.

Me desprecias porque digo que he comprendido
que no seguir tus pasos no es fracasar,
que soy feliz al margen del camino
perdiendo un tren que no quiero tomar.

Soy de esos que prefieren soñar
con no ser ningún asiento en tus libros
ni un triste producto en tu bazar.
Tu dinero no puede hipotecar
lo que soy, lo que sé, lo que opino.
Ya no vendo mi alma, 
tú lo hiciste tiempo atrás.

¿Cómo computan la risa tus algoritmos?
Calcula cuánto vale poder dormir en paz.
Monetiza un corazón correspondido.
Atrévete a tasar el sol, el cielo o el mar.

¿En cuanto valoras hallar un beso perdido,
rozar con tu piel otra piel y sentirte flotar?
¿Cuánto renta un te quiero a plazo fijo?
Por un abrazo, ¿qué interés me das?

Como tú no eres capaz de soñar
no eres más que un asiento en un libro
o un triste producto en un bazar.
Tu dinero no puede hipotecar
lo que soy, lo que sé, lo que opino.
Ya no vendo mi alma, 
tú lo hiciste tiempo atrás.

Me apunto por costumbre al bando vencido,
pero permíteme que hoy elija ganar.
En esta absurda guerra de pobres y ricos
me alisto al lado de la humanidad.
Me apunto al bando en el que tú no estás.

martes, 8 de noviembre de 2022

DIFERENTES POR IGUAL

Tercer volumen de cuentos, relatos o microrrelatos empaquetados en eso que dan por llamar "libro".

Hay relatos largos, medianos, cortos y muy cortos. Los hay alegres, los hay tristes, los hay absurdos y los hay sesudos. Alguno es regulero y, quizá, alguno esté más o menos bien.

Pero, en definitiva, y al igual que nosotros, todos son diferentes por igual.






viernes, 14 de octubre de 2022

LET 2 BI

 Otro tema de "centro infame". Esta vez, instrumental con dos partes diferentes.



jueves, 7 de julio de 2022

SEGUNDO SEMIFINALISTA...

Pues el otro día participé en un concurso de canción social en @fundacion.ceres.7 (premio Rozalen, ahi queda eso) y me acabo de enterar de que he quedado segundo semifinalista. O sea en cuartos de final, ¿no? ¡Qué típico! 😉En fin, que una ilusión para un aficionado como yo.

Por cierto, la canción está en



miércoles, 8 de junio de 2022

SOBRE PROHIBIR LA PROSTITUCIÓN (y II)

Hace un tiempo me presenté a un concurso de relatos que tenía como tema la prostitución. Me pareció un tema muy interesante y muy difícil de afrontar.

Por ir un poco a contracorriente, escribí un relato en tono de humor ("Emprendedores") que, evidentemente, no ganó aquello. En este relato quería preguntar qué diferencia hay entre alguien que se prostituye (sexo por dinero) y alguien que actúa en una película porno (sexo por dinero), pero todo envuelto en una especie de atmósfera familiar donde un tema semejante es imposible de resolver.

Comentando el tema aparte con la gente, he comprobado que es imposible hablar de la prostitución porque cuando se dice esa palabra, inmediatamente la confundimos con esclavitud. Al decir "prostituta" nadie piensa en una persona que se da de alta en autónomos y que decide usar su cuerpo para ganar dinero voluntariamente con unas garantías sanitarias y sociales iguales a las del resto de autónomos (o sea pírricas, pero eso es otra historia), sino en esa pobre chica engañada, esclavizada en un local sórdido y apestoso donde un montón de macarras la explotan hasta que revienta y acaba tirada en una cuneta.

Yo creo que no es lo mismo.

Es como hablar de drogas. Al oir esta palabra, nadie piensa en la cerveza, el vino o el tabaco, sino en productos mal preparados, mal regulados, mal vendidos, peligrosos y finalmente letales. Los primeros son drogas reguladas, aceptadas, donde su consumo se aprende desde bien pequeño, con las que se sabe en seguida quién se ha pasado, qué consecuencias tiene y dónde se pueden adquirir con la garantía de no acabar en urgencias. Llegamos al absurdo de denominar "alimento" a alguna de ellas, elevándolas al grado de bien cultural, cosa que me parece estupenda, pero que no casa con el tipo de sustancia que es: una droga puramente recreativa. 

Además, se activa el grado social de lo éticamente aceptable: Pillarse un pedo en una boda delante de todo el mundo, niños incluidos, mola, pero ponerte de heroína en casa a tu aire, no.

Lamentablemente, el debate sobre la prostitución activa en nuestro cerebro una alarma similar al de la palabra "drogas" y así es imposible que haya debate.

¿Qué mal hace una persona que decide usar su cuerpo para ganar dinero? Independientemente del acto moral que supone, y en el que no voy a entrar, a la sociedad no le hace ningún daño siempre que esté realizando una actividad regulada y controlada. Contribuiría al engranaje social lo mismo que cualquier otra profesión de alto riesgo. Sería como una actividad que requiere obtener licencia para ofertar su producto: el carnicero con sanidad, el hostelero con alcoholes, el piloto de avión con su licencia de vuelo, etc. ¿Comprarías la carne en un puesto en medio de una plaza entre moscas, o aguardiente sin etiquetar en la curva de una carretera, o montarías en un avión con un piloto que no tuviera los requisitos mínimos para manejar el avión? Pues yo tampoco y, sin embargo, la gente se vuelve loca por comprar polvitos blancos o pastillas de colores sin registro sanitario en esquinas de mala muerte... o por sexo en esa misma esquina con alguien que está en tales condiciones que no sabe ni lo que está haciendo.

Al no estar regulado, el producto deja de ser alimentario-cultural-socialmenteaceptable y pasa a ser clandestino, peligroso y arriesgado, aunque siga siendo requerido. La materia prima se rebaja, se obtiene de manera cruel, se produce sin control y se realiza su transacción de malas maneras, lejos de cualquier garantía. O sea que buscamos esclavas, las sometemos, abusamos de ellas hasta reventarlas y las tiramos después de acabar su vida útil.

La frase anterior podría referirse perfectamente a los mineros de las minas de diamantes de sangre en África, o las familias que se dedican al textil en Asia.

En mi opinión, eso no es prostitución: es esclavitud.

En este ambiente de mojigatería en el que no se pueden decir nada porque todo el mundo se ofende, llegamos al punto de que un gobierno progresista amanece con una ley que pretende abolir la prostitución y toda forma de propiciarla. Habrá que ver si ello implica prohibir las películas, novelas o relatos donde haya prostitutas, o noticias donde se hable del tema.

Pero ya puestos a prohibir, ¿por qué no prohíben ser mala persona? ¿Por qué no prohíben la guerra? ¿Por qué no prohíben las mentiras? ¿Por qué no prohíben los malos pensamientos? 

¿Por qué convierten a los actores del delito en delincuentes, cuando sabemos que realmente son víctimas? ¿Por qué no les ayudamos, en vez de meterlos en la cárcel? 

¿Por qué no se regula un oficio que tiene tantos años como la sociedad humana?

¿Será, acaso, que todo lo irregulado (drogas, armas, guerra, esclavitud, etc) es mucho más rentable si se mantiene sin regular?




domingo, 29 de mayo de 2022

ÁNGULO 2

 Un rock instrumental.



viernes, 27 de mayo de 2022

UNA REFLEXIÓN HIPÓCRITA

Una opinión muy personal.

De nuevo una matanza de estudiantes en los USA. Nada nuevo, lo que debería ser preocupante.

Lo hablas con la gente civilizada (como yo) y todos coincidimos en que en ese país tienen un problema con las armas y lo fácil que es que alguien en el súper con un simple permiso adquiera unos fusiles que, desde luego, para la caza deportiva no son.

Todos indignados, todos pidiendo cabezas que cortar. Aquí eso no pasa, ¿verdad?

Mirando las imágenes de la última de estas matanzas en Texas (19 niños muertos) , advierto que la mayoría de afectados son hispanos. En fin, gente que habla castellano con acento mexicano/texano, de piel morena, ojos negros, pelo negro, bajita... y pobre. Un cole para niños no-rubios sin dinero.

Oh, más indignación. Claro, como son pobres, nadie va a mover un dedo. Como son hispanos, a los estadounidenses rubios, ricos y del norte no les afecta en lo más mínimo el tema porque "se matan entre ellos", ¿no? Es decir, mientras no nos afecte a las élites "realmente americanas", todo puede seguir adelante: mátense, caballeros, que si lo hacen es porque es una cosa entre ustedes, que son unos bárbaros. Negros de gheto matan negros de gheto. Chicanos matan chicanos. Todo queda en casa, así que para qué hacer nada si, además, gano pasta.

Comento esto aquí, en nuestra civilización, y hay todavía más indignación. Oh, por diossss, eso aquí no pasaría. No toleraríamos estas matanzas y, sobre todo, jamás diríamos aquello de "es que es entre ellos".

Pero creo que sólo es una cuestión de nombres.

Cuando aquí, en la civilización, en las noticias sale un asesinato "entre clanes", todos sabemos que se refieren a que ha habido una reyerta gitana (y, sí, se puede decir la palabra gitano porque no es un insulto, a ver si nos enteramos,  pero en la tele no se puede decir, y te sueltan lo bobada esa de "entre clanes", o "entre familias rivales") y automáticamente todos pensamos: "ah, es una cosa entre ellos".

Entre ellos.

¿Entre gitanos? ¿Entre pobres? ¿Entre delincuentes? ¿Y eso lo justifica?

Pues, en mi opinión, es exactamente el mismo caso (a nivel ético) que las matanzas en los USA, donde la cosa no se va a arreglar hasta que alguien se dé cuenta de que lo de "entre ellos" es realmente "entre nosotros". 

O sea que vale ya de dar lecciones de lo que deberían hacer en otras casas cuando, en la nuestra, andamos igual. Qué hartura de superioridad moral, en serio.

martes, 12 de abril de 2022

ALDETRUDIS

 

miércoles, 6 de abril de 2022

LENTO

Soy lento, muy lento para aprender.

Toda la vida escuchando a Sabina.

Toda la vida buceando en su poesía.

Y sólo hoy, treinta años después, lo he entendido.

Iba a toda prisa por la acera, con la cabeza volada y el corazón desbocado por no llegar tarde otra vez y me he dado cuenta de que estamos a primeros del mes de abril. 

He hecho cuentas y en un arrebato histérico he sacado un sucio calendario del bolsillo y he gritado ¿¡Quién me ha robado el mes de abril¡?

Estaba avisado, pero ¿cómo pudo sucederme esto a mí?

martes, 4 de enero de 2022

EL PALACIO Y EL TRONO

Entretanto, en el inmediato y desbaratado palacio de su mente, el gran arquitecto dirigía por encargo de las más acaudaladas familias de la corte con mano férrea y medios ilimitados las labores de restauración de la gran sala del trono.

Sin embargo, en la lejana y compuesta realidad física de la vida mundana, el gran arquitecto no era más que un sencillo albañil de barrio, la pobre familia que le había encargado la obra era la de una vecina conocida de un compadre de copas del bar de la esquina, no tenía peón a quien dar la más mínima orden, y la restauración no era más que una sencilla ñapa en un minúsculo cuatro de baño.

Eso sí, no podremos negar que, tanto en su mente como en el mundo real, el trono sí que era un trono.

viernes, 26 de noviembre de 2021

UNA OPINION SOBRE EL MENSAJERO

Hace unos (muchos) años, unos compañeros de la universidad que estaban en uno de esos grupos-sin-fronteras llenaron el edificio donde estudiábamos con carteles en los que aparecía un niño esquelético y moribundo sobre un rótulo que decía: "El culpable eres tú". No me suelen afectar este tipo de mensajes tan evidentemente provocadores, pero conocía a la gente que lo había hecho y, además, sí me importa que exista una conciencia colectiva sobre determinados temas que nos afectan a todos, aunque ese "todos" abarque continentes enteros, así que me enfadé. Recuerdo una conversación bastante tensa con una de las chicas que había pensado aquella barbaridad. Ella, por supuesto, estaba muy orgullosa de haber "removido conciencias", pero a mí me preocupaba que el mensajero hubiera estropeado el mensaje.

Porque creo que no es culpa mía. Yo  (YO) no he ido a robar, matar, y provocar sequías al pueblo de ese niño. Sin embargo, sí sé que participo de este primer mundo manipulador y egoísta que se nutre de las rentas de pasados coloniales. Sí, y habrá que pelear para cambiar esta conciencia de colonialistas salvadores de mundos, sí, sí, sí. Pero yo (YO) no tengo la culpa de que ese niño tenga hambre. Dime cómo darle de comer desde aquí, dime qué resultados se obtienen, cuántos niños dejan de tener hambre cada vez que yo (YO) desde el primer mundo hago determinado gesto, dime cómo trabajarlo, dime cómo  lo haces tú, dime cuál es mi granito de arena, ese que unido a otros granitos hagan que el yo colectivo tenga la fuerza de una montaña. Y no esa porquería de insulto hacia mí por el simple hecho de que yo (YO) no paso hambre.

O algo así. Fue tenso.

Es la sutil diferencia entre el yo-persona y el yo-coletivo, y si enfadas al yo-persona, se rebela y no quiere saber nada del yo-colectivo. ¿Me estás llamando asesino de niños del tercer mundo? Pues me enfado y ya no quiero participar en tonterías de esas. Me pico y no respiro. Así de burdo.

En mi opinión, el mensajero se había pasado tres pueblos. Un mensaje con el que yo (YO) estaba totalmente de acuerdo (ayudar, compartir, colaborar, aceptar) me había provocado tal rechazo que renegaba de la totalidad del movimiento del yo-colectivo.

Hoy, unos (muchos) años después de aquella rabieta juvenil, estamos señalando en el calendario el día contra la violencia de los hombres a las mujeres por el simple hecho de que "es mía", o "mía o de nadie", o "la maté porque era mía", o alguna burrada de esas.

Me encantaría haber encendido la radio hoy, en este día que afecta ni más ni menos que al 50% de la población de todo el mundo, y haber escuchado cuánto cuantísimo hemos avanzado en algo tan básico como que todas las personas tenemos los mismos derechos, independientemente de nuestro género (y de otras cosas, aunque hoy hay que hacer énfasis en el género), tal y como señala machaconamente la declaración universal de los derechos humanos de 1948 (y el artículo 14 de la constitución española, por cierto, esa que, incluso siendo tremendamente conservadora, ya deja bien clarito este asunto en diciembre de 1978), y que podemos darnos con un canto en los dientes con los números fríos de cuánto hemos avanzado en la mezcla de los géneros en ámbitos como la educación, el estudio, la opinión, la decisión, etc desde hace muy poco tiempo hasta hoy. Mi madre, por ejemplo, no podía abrir una cuenta corriente sin permiso masculino (padre o marido). No hace tanto de eso, sólo un año antes de la aprobación de la consitución del 78. ¿Por qué no celebramos que hoy, una generación y media después, es impensable que ocurra? Y no por ley, sino porque está en el yo-colectivo, en la conciencia de una sociedad que asume ciertos valores como premisas para su funcionamiento, en la cabeza de mis hijos, que no entienden que su abuela tuviera semejantes trabas por el simple hecho de que no era un hombre.

Pues con mucho más motivo el hecho de la violencia contra una mujer porque sí, porque es menos que un hombre.

Me encantaría haber escuchado a las pioneras, a las luchadoras, a las que se han dejado y se dejan la piel para que sus hijas o nietas no tengan que pasar lo que ellas. Me habría encantado escuchar cuántas leyes NO hacen falta hoy en día para la igualdad porque se asumen como hechos naturales, pero que en su día SÍ lo hicieron, y que han acabado por adoptarse como algo sensato y correcto.

También me habría gustado mucho saber cuánto nos falta, cuánto hay que trabajar por conseguir que todos pensemos que la igualdad de derechos es algo natural, no una imposición, no una rareza. Me habría gustado escuchar los fallos que ha habido por el camino y saber cómo corregirlos para, de nuevo, volver a poner mi granito de arena en este proceso que está costando décadas y décadas.

Me habría gustado mucho.

Pero lo único que he escuchado en la radio, en la tele, en internet, es cómo los hombres violan, pegan, agreden, insultan y denigran a las mujeres sistemáticamente. He escuchado relatos de relaciones horribles con un lujo de detalles que sospecho que se estaban incumpliendo los límites de las franjas horarias que limitan los contenidos de los medios de comunicación. He apagado la radio varias veces a lo largo del día porque caía sangre de cada palabra.

Y siempre, al final, de nuevo, la culpa es mía. Porque si no soy machista, soy micromachista y, si no, soy cómplice. No hay más opción. Y tú, machista, eres terrorista. Y pegas a tu mujer, y violas a tus hijas, que ya no pueden salir a la calle, que ya no pueden fiarse de las miradas de ningún chico. "El hombre blanco viola", me ha dicho una mujer a la que aprecio, delante de su marido y de su hijo, ambos hombres blancos.

He escuchado a lo largo del día historias (reales) de terror, de humillación, de angustia. Y, lo siento, pero yo (YO) no tengo la culpa de que haya terroristas, asesinos, violadores, secuestradores, maltratadores o cualquier otro grado de persona-que-hace-daño-a-otra-persona. Yo (YO) intento hacer mi parte, que no es ni más ni menos que grabar determinados valores en el rinconcito ético de la personalidad de mis hijos, pero si a cambio sólo recibo este mensaje...

Hoy también estoy enfadado, como cuando aquello del cartel de la universidad. Y estoy triste, porque todas las historias que he oido eran reales. Estoy seguro de que han omitido detalles que me habrían hecho vomitar, por supuesto. Pero así, yo (YO) no puedo participar porque no tengo las espaldas tan anchas como para asumir la totalidad de la culpa, sin grados. Seguro que soy culpable de no intentarlo más, de no ser más machacón con esa educación, pero, ¿de verdad puedo asumir la culpa de que cinco malnacidos torturen a una chica simplemente porque tienen más fuerza?

No, no puedo. 

Hoy tocaba este día, pero lo mismo me pasa con todo lo demás. No puedo salvar a las ballenas, a las abejas, los mares, no puedo evitar el cambio climático, no puedo liberar a los oprimidos del mundo, no puedo acabar con las dictaduras, no puedo muchas, muchas cosas. Podría llenar este blog con todo lo que NO puedo evitar yo (YO), pero insistís e insistís en que la culpa es mía.

Es sólo una opinión, y tiene muchos matices, por supuesto, pero creo sinceramente que el mensajero, en este caso los carroñeros de la noticia escabrosa (y ni nombro a los políticos), están matando un mensaje muy necesario, y si la reacción del yo-persona que he sentido yo (YO) es igual en muchas personas, el yo-colectivo se va a quedar sin miembros, y eso, como todos sabemos, sólo lleva a la dictadura de unos pocos cuyos valores son mucho más fáciles de asumir precisamente porque carecen de conciencia.

sábado, 30 de octubre de 2021

PEREGRINO

De una noche de verano surgió una especie de autorretrato o, mejor dicho, un no-autorretrato. 

De un descuido al teclado, salió una melodía.


Yo soy ese artista sin ningún talento,

un romántico que no tiene corazón,

un médico loco que sana a los cuerdos,

capitán que a la vez viaja de polizón.

 

Una misión noble sin su misionero,

un profeta ateo en la busca de un dios,

un diablo aburrido en mitad de cielo,

un santo sin nicho en ningún panteón.

 

soy un borrón,

la confusión

detrás de un mal sueño.

 

La gran pausa que está tras tu punto y aparte,

el error gramatical de algún gran escritor,

la triste vocal que está entre consonantes,

un buen punto final a un mal verso de amor.

 

Soy la solución que busca un problema,

un signo mal puesto en cualquier ecuación,

error de concepto de algún mal teorema,

esta idea genial bajo aquel gran tachón.

 

soy un borrón,

la confusión

detrás de un mal sueño.

 

Las arrugas que ocultan lo joven que soy

empañan la inocencia que hubo en mi corazón.

Voy desnudo bajo este traje de bufón

y escondo con rarezas lo muy vulgar que soy.

 

Soy la vía rota en mitad del viaje,

el fantasma de un tren que no descarriló,

la maleta vacía que busca equipaje,

un barco sin ancla con un ciego al timón.

 

Yo soy ese okupa dueño de un imperio,

soy un refugiado de mi propia razón,

aquella mansión que no tiene techo,

el sótano oscuro donde se esconde el sol.

 

soy un borrón,

la confusión

detrás de un mal sueño.

 

las arrugas que ocultan lo joven que soy

empañan la inocencia que hubo en mi corazón

voy desnudo bajo este traje de bufón

y escondo con rarezas lo muy vulgar que soy.

 

 

peregrino sin destino

soy

peregrino en un camino

que gira

y no tiene fin

 

 

Soy un nunca jamás que va entre interrogantes,

la promesa rota del sexo por amor,

lo que nunca te dije ni podré robarte,

soy un puede, un quizás, un a veces…

 

… un a veces…

 

… un a veces…

 

… un no.





miércoles, 22 de septiembre de 2021

REFIESTA

Si la cara que veo en el espejo es retrato del resacón que llevo encima, desisto de intentar afeitarme, no sea que me acabe degollando con la maquinilla, y eso que es eléctrica. Tengo una marca tremenda en el cuello que espero que sea un mordisco de un vampiro porque no quiero pensar quién ha sido capaz de acercarse a mí hasta el punto de hacerme un chupetón sabiendo como sé ahora las condiciones en las que debía de estar. Tirar a la basura la ropa blanca convertida en una masa de color rosa-mugre ha sido una de las experiencias más terribles de mi vida. Ese olor a vino rancio… ¡y lo que no es vino…! ¿Y yo he llevado esa ropa puesta tres días? El escalofrío que me corre por la espalda sólo de pensarlo está a punto de tumbarme al suelo. Si por lo menos recordase algo… Tengo medio cerebro en cortocircuito y el otro medio… no sé, creo que lo he perdido. 

El móvil arde. Dos mil mensajes y creciendo: menuda juerga, pasada, ambiente, desmadre, maravilla, gozada… y yo no recuerdo nada. Pero es que nada de nada. Toda la vida soñando este viaje y estoy en blanco. ¡Hay que ser imbécil! Años escuchando a la gente hablar maravillas de esta fiesta tan famosa, años ahorrando para fundirlo todo a lo salvaje, años intentando que las fechas de todo el mundo cuadrasen para ir juntos y tener un recuerdo común para toda la vida… ay, que se me va la cabeza.

Me derrumbo en el sofá y no dejo de ver más y más mensajes: pasada, genial, a repetir, movidón, la leche, la bomba, la caña… 

Y así paso el día, sin atreverme a pedir alguna foto o algún comentario que haga que mi memoria se ponga a funcionar, avergonzado de haberme perdido semejante fiesta. Leo los mensajes a puñados intentando que alguien comente alguna anécdota, algún hecho, alguna conversación que me dé una pista sobre qué leches ha ocurrido durante tres días, pero lo único que leo son exclamaciones acompañadas de muchas fotos sueltas que no tienen contexto ninguno: grupo de ropas blancas sujetando vasos, grupo de ropas rosas sujetando vasos, grupo de ropas renegridas sujetando vasos… hasta que me doy cuenta de que los mensajes siempre se repiten en la misma línea: que si releche, que si rebomba, que si recaña… pero nadie cuenta nada…

Nada de nada…

Y comprendo que ellos, todos ellos, saben exactamente lo mismo que yo: nada.

¡Nada de nada!

¡Joder, ésta sí que ha sido una fiesta de mil pares!


miércoles, 11 de agosto de 2021

LA CÚPULA

Desde que recuerdo, siempre he pasado los veranos en el pueblo de mi abuela, situado en una sierra del centro de la península, a unos 990 metros de altitud. En cuanto empezaba el calor, nos montaban en un tren y nos íbamos a pasar uno o dos meses en aquel pueblo anclado en los años cincuenta, con las calles de tierra, olor a vaca, cerdo (y lo que no es cerdo), sin tele, sin teléfono, sin agua corriente y, lo mejor de todo, con un cielo nocturno espectacular.

Para mí (y para todos los que hemos pasado los veranos allí), ese cielo estrellado en el que la Vía Láctea ilumina como una farola más, siempre ha sido algo natural. Veíamos crecer la Luna de nueva a llena y comprobábamos cómo cada noche su luz iba apagando las estrellas hasta que la única luz nocturna era la propia Luna. Una luz con la que se podía incluso leer en la calle, lo que apagaba considerablemente el efecto de la escasa iluminación de las farolas de sodio, esas farolas que lo teñían todo de un tétrico color naranja.

Casi todas las noches, para escapar de padres o, para decirlo más poéticamente, disfrutar de aquel magnífico cielo lejos de las farolas de sodio, salíamos a la carretera, que era de puro betún que se derretía durante el día, y cuando nos considerábamos lo suficientemente alejados, nos tumbábamos en el asfalto caliente y mirábamos al cielo contando burradas adolescentes o hablando de temas absurdamente serios. Podíamos pasar horas en aquella semioscuridad haciendo absolutamente nada.

A veces nos juntábamos mucha gente, con diferentes grupos y edades, pero hacia el final del verano íbamos quedando los irreductibles, los que de verdad disfrutábamos de estar lejos de la ciudad y su calor apestoso, sus ruidos y sus horarios. Pasábamos el día medio aletargados, jugábamos un partido de futbol en el que casi moríamos de sed (cada día), íbamos a cenar y, tras un rato en la plaza del pueblo, nos escurríamos por la carretera hacia el cielo estrellado. Muchas veces nos metíamos en un prado, sentados o tumbados en la hierba escuchando música y bebiendo mejunjes de vino, cocacola y zumos varios hasta que poco a poco nos íbamos retirando a la cama. 

Debo reconocer que siempre he sido el último en irme a la cama. Sólo con que quedase uno conmigo, esperaba para acostarme, así que para mí las noches eran bastante largas. Una de aquellas noches acabamos sólo dos tirados en un prado. Puede que fueran más de las cinco de la mañana porque había gente del pueblo que se iba a trabajar a esa hora y ya les habíamos escuchado partir, y la noche estaba en lo más oscuro. Además, había luna nueva, por lo que habíamos podido disfrutar de un cielo espectacular. Vimos girar la Vía Láctea y vimos muchas estrellas fugaces, hablando sin parar sobre nada de nada. Recuerdo estar tumbado, hablando y comentando si alguno de los dos sabía algo sobre las constelaciones. Ninguno sabíamos nada sobre el tema, aparte de reconocer la Osa Mayor, así que siempre inventábamos burradas sobre la alineación de las estrellas para echar unas risas. 

En un momento dado, nos pusimos a hablar sobre "la cúpula" celeste y nos dimos cuenta de que no es ninguna cúpula. Cuando miramos al cielo, tenemos que girar la cabeza y nuestro estúpido cerebro de simio nos induce la sensación de que sobre nosotros hay una especie de casquete esférico que nos cubre y que tiene las estrellas pintadas, pero, claro, no es cierto, así que nos imaginamos que no estábamos tumbados en horizontal mirando hacia arriba, sino que estábamos en la parte de abajo de la esfera del planeta Tierra, mirando hacia abajo. Sin caernos, pero sintiendo que nos pegábamos a un techo y no a un cielo. 

De repente, sentí que no había cúpula sobre mi cabeza. El cielo era un vacío que estaba debajo de mí, y las estrellas una serie de gigantescas bolas de gas que emitían luz desde diferentes distancias, unas más cerca que las otras, y no unos puntos de luz pintados en el techo. Sentí la profundidad del espacio. No había nada frente a mí. No había arriba ni abajo, aunque la gravedad me sujetara al planeta, y la Vía Láctea no era una mancha curvada en el techo de una cúpula, sino una profundísima mancha de luz que se alejaba de mí según giraba la cabeza, abierta a la izquierda, cerrada a la derecha, donde su brazo nos ata.

Fue un rato largo.

A lo mejor influyó la sangría, o el sueño, o lo que fuera, pero desde entonces quiero repetir aquella experiencia... y nunca lo he conseguido.

Vuelvo al pueblo cada vez que puedo, pero ahora hay calles de hormigón y asfalto, ya no hay olor a vaca ni a cerdo (aunque sigue lo que no es cerdo), hay tele, internet, teléfono, agua corriente y, lo peor de todo, unas magníficas farolas led que alumbran las calles como si fuera de día. Y no sólo mi pueblo, sino todos los pueblos de alrededor, que están de dos a siete kilómetros repartidos por todo el horizonte, velando cualquier estrella que puede encontrarse en esa zona al convertir el horizonte en una mancha luminosa de color blanco.

Aunque mi casa da la espalda al pueblo y me puedo permitir el lujo de ver estrellas, mi miopía, la luz ambiental y mi pereza me impiden disfrutar como antes de aquel cielo estrellado, lo que poco a poco lo ha convertido en algo un pelín descafeinado respecto al recuerdo que tenía. También es verdad que los recuerdos son mejores que la realidad, no nos engañemos.

Hace unos días vinieron a mi casa de paso al sur  los miembros de una familia del norte, padre, madre y dos niñas de unos trece años. Cenaron en casa y salieron para irse a dormir cuando, por pura casualidad, alguno de ellos miró hacia el cielo. La sorpresa fue brutal. Alucinaban con ese cielo que para mí no tiene comparación con el que recuerdo, hasta el punto de que no les había dicho nada sobre él, pero para ellos era algo sobrecogedor. Nos alejamos a una zona más oscura y las dos niñas no podían cerrar la boca de asombro. No sólo no tenían ni idea de constelaciones o similar, sino que una de ellas llegó a preguntar si "aquí todas las noches es así".

¿Todas las noches? No, claro que no. A veces es incluso mejor.

En fin, que el desapego con nuestro planeta y nuestro cielo es un hecho. Si dos adolescentes nunca han visto las estrellas, si nunca han visto la masa de la Vía Láctea y cómo gira en el cielo, nunca se harán la pregunta de qué es todo aquello, o de si lo que gira es el cielo o el planeta Tierra, o a qué distancia están, o cómo se han formado, o... nada de nada.

Yo, por lo menos, he vuelto a apreciar lo que tengo con el valor que tiene. O eso creo.

Y, por supuesto, sigo intentando sentir que estoy boca abajo, colgando de mi planeta, enfrentado a la inmensidad del vacío lleno de luz de estrellas.



miércoles, 14 de julio de 2021

QUÉ BONITOS SON LOS AMANECERES, PERO...

...no soy madrugador nato, lo soy por contrato.

Así que permitidme que prefiera los atardeceres.


Atardecer

lunes, 17 de mayo de 2021

NUNCA ES DEMASIADO TARDE

 

Tras una vida repleta de desastres dando tumbos de acá para allá, perdida la esperanza de enderezar el rumbo a estas alturas de la película, sin más intención que la de protagonizar un epílogo sin demasiados sobresaltos, te encontré, y aunque creía haber acumulado experiencia suficiente como para darme cuenta de qué va esto de vivir, debo reconocer que desde que te conozco me he dado cuenta de que nunca es demasiado tarde como para, una vez más, volver a meter la pata.

viernes, 14 de mayo de 2021

GRAMÁTICA Y ARQUITECTURA

En Abril de 2021 el IES López de Arenas de Marchena convoca el I CONCURSO DE MICRORRELATOS "DE LA IMAGEN AL TEXTO" del que hemos quedado finalistas.
Con una foto del Pazo de Meirás, se debía componer un microrrelato:


GRAMÁTICA Y ARQUITECTURA

El arquitecto muestra orgulloso el proyecto a su mentor, que inspecciona los planos para construir en su mente los volúmenes allí dibujados. Al rato, y como volviendo de dar un paseo por el edificio ya construido, el veterano alza una ceja y mira fijamente a su joven protegido.

–Esta obra es para un escritor, ¿verdad? –le dice sonriendo.


El arquitecto más joven, que se tiene por hombre discreto, inspecciona los planos intentando descubrir dónde ha dejado una pista tan evidente de la profesión de su cliente.


–Sí –dice rindiéndose–, concretamente para una escritora. Pero nadie lo sabe y a nadie se lo dije, así que, maestro –hace un gesto de impotencia hacia los planos–, ¿cómo lo supo?


–Es evidente –dice el veterano, no sin cierta sorna–, ya que si no, ¿a santo de qué ibas a proyectar una torre en mayúsculas y otra en minúsculas, si no es para alguien acostumbrado a semejantes distinciones en su profesión?








domingo, 18 de abril de 2021

SIN PERSPECTIVA NI GÉNERO

Y así sale el segundo volumen de recopilación de relatos. En esta ocasión es algo más gordito y con bastante más variedad en el contenido, aunque al final de todo, no son más que historias que vienen a demostrar que los seres humanos somos algo tan absurdo como una patata a pilas.

Aquí dejo la portada. Si pinchas, te lleva al enlace.



Hace muchos, muchos años, cuando los Ingenieros de Mundos estaban pensando en cómo alimentar a las criaturas que iban a habitar esos preciosos jardines que giraban alrededor de las estrellas, crearon un elemento tan sencillo que cualquier animal, independientemente de su grado de estupidez, fuera capaz de usarlo como alimento sin opción a equivocarse.

Concibieron una especie de bola irregular tan fea y absurda que fue necesario hacerla crecer escondida bajo la tierra, pero con una pequeña mata que asomase para indicar que el producto estaba listo para su cosecha. Tenía, además, la facilidad de poder crecer allí donde simplemente se dejasen caer varios trozos al suelo y se regase con muy poca agua. También pensaron en su manipulación, y le dieron la capacidad de resistir todo tipo de asados, frituras, rebozos, cortes, rallados, troceados, machacados o cualquier otro método de proceso de tortura que los entendidos llaman “cocinar”.

La desperdigaron por los innumerables mundos del universo, satisfechos de haber creado algo tan útil, pero, a la vez, tan simple que ninguna de las criaturas que se desarrollara en esos mundos, por muy, muy, muy, muy (insisto por si no ha quedado claro: muy) estúpida que fuera, consiguiera estropearla o buscarle cualquier complejidad.

Parece mentira que alguien tan inteligente como para imaginar galaxias, planetas o incluso patatas no fuera capaz de imaginar cuánta estupidez podemos desarrollar los seres humanos cuando nos lo proponemos.


Y es lo que tengo que decir.

jueves, 11 de marzo de 2021

2020 MICRORRELATOS CONFINADOS

El pasado año 2020 se celebró el certamen de "Relatos confinados", un concurso de microrrelatos organizado por la Comarca de las Cuencas Mineras de Teruel. Ahora han sacado su libro de recopilación, en el que está el microrrelato "AIRE", con el que participamos en su día.




sábado, 30 de enero de 2021

PERDIDO

Una canción.

Un pequeño intento de meternos en la mente de esa gente que no ve el final, que mira alrededor y sólo ve vacío, sin un punto al que poner rumbo y que, por mucho que los de alrededor lo intentemos, no es capaz de darse cuenta de que todo eso sólo está en su mente.


Aunque es un mar metafórico, no se aleja mucho de la mar real.




Si un día ves flotar mi barca, 
intenta hacerme una señal.
Yo remaré con toda el alma
y te prometo llegar.

Las horas son viento y borrasca,
los días, un temporal,
los meses, nieve y agua helada,
la vida, una tempestad.

El Tiempo, un mar sin esperanza
casi imposible de navegar
donde el destino de mi barca
es naufragar.

Perdido en este mar
nunca aprendí a nadar.
Navego a ciegas sin rumbo
ni dirección.
Sin mapa y sin compás
mi ruta me llevará
al remolino y
la perdición.

Océano de horas muertas,
mar que no muestra el final,
surcado por noches en vela
y horas de sueño sin paz.

Desierto hecho de almas huecas,
la vida muere al intentar
calmar la sed con su agua seca
llena de sal.

No puedo descansar,
navego sin parar 
y remo contra sus olas
con la intención
de poder encontrar
un puerto para atracar
o habrá un naufragio 
en mi corazón.

Si un día ves flotar mi barca,
recuerda hacerme una señal
y remaré con toda el alma
hasta llegar...

Dime cómo escapar
muy lejos de este mar,
enciende un faro que guíe
a mi timón.
Ayúdame a aguantar
las olas que intentarán
hundir este pobre
cascarón


Perdido - (c) - YoslecYoslecYoslec

domingo, 13 de diciembre de 2020

NO ES OBSOLESCENCIA

Gracias, compañías de consumo. Gracias por salvar el planeta, por ser los activistas número uno, por hacerlo tan solapadamente, por ser discretos y, sin embargo, luchar para que esta sociedad sea cada vez menos consumista.

Pero me he dado cuenta de lo que hacéis y os quiero dar las gracias. Sí, sé vuestro secreto, sé que tenéis alma y que lucháis para que el consumidor sea responsable y, ya que no nos damos cuenta del daño que hacemos con esta cultura de usar y tirar, nos estáis haciendo entender que vuestros productos y servicios son inútiles con la sencilla táctica de hacerlos cada vez peores.

Oh, sí, y no es cosa de abuelo Ceboyeta eso de “antes la cosas se hacían mejor”, no, no, no. No sé cómo se hacían antes, así que sólo puedo comprobar cómo las hacéis ahora y, sinceramente, las hacéis todas mal.

Hace años, muchos, años, que no compro nada que salga bueno a la primera. Ni a la segunda. A veces, la solución de la basura es la mejor. Basura, sí, y te ahorras disgustos. Hace años que todos mis productos de electrónica presentan problemas de configuración de software, o de hardware o de ambas cosas a la vez. Y no a los meses o dos años, cuando acaba la garantía, sino desde el mismo momento en el que los pongo en marcha.  Hace años que todos los cacharros físicos que compro presentan muescas, o fallos, o dejan de funcionar misteriosamente, o son directamente una engañifa. Y no hay que ir a complejos electrodomésticos, no: el propio papel del váter falsea sus metros, falsea sus grosores, falsea sus capas, todo es falso. Imagina qué no estará ocurriendo en las tripas de mi impresora, esa que nunca ha conseguido dar bien la vuelta al papel, o mi televisión, que se vuelve loca con el ancho de pantalla cuando llegan los anuncios, o mi microondas nuevo, al que le han desaparecido las barritas de los números para que tenga que andar adivinando cuánto tiempo lleva el cronómetro, o el lavavajillas, que decidió por su cuenta que el interruptor de encendido no tenía que funcionar por mucho que el técnico dijera que sí.

¿Y los servicios? Hace veinte años que voy y vengo de las diferentes compañías de telecomunicaciones que van y vienen por el panorama comercial, y nunca (insisto: NUNCA) he conseguido una conexión a la primera (escribo esto desde la conexión del móvil, ya que actualmente mi empresa suministradora de internet me tiene sin conexión), o el producto ofertado, o el precio pactado, o mil y mil fallos, descuidos o, directamente engaños a los que me han sometido. Y qué decir del gas, de la electricidad, del transporte colectivo, del coche privado…

Podría seguir, sobre todo si me remonto a mi infancia, donde las cosas que tenía también estaban mal, pero donde había una gran diferencia: tenía muchas menos cosas.

Muchas menos cosas.

Y esta reflexión viene a cuenta de que como mi carísima cámara réflex tiene un fallo desde su origen (tiene más, pero en unas configuraciones que no sé usar, por lo que no me importan, y eso que reclamé y me dieron un modelo nuevo, aunque también presentó el mismo fallo al poco tiempo) que ahora la hace imposible de utilizar en su modo más básico, he decidido empezar a pensar que a lo mejor podría darme el capricho de comprarme una nueva. Sí, la primera “cosa” de capricho que me voy a comprar desde… uf, pues desde la cámara vieja, creo. Así que sí, puede que ronde por mi cabeza esa idea, pero a la vez, surge otra, mucho más potente, que se dedica a gritar que no, que no, que no, que compre la cámara que compre, estará mal, mal MAL, ¡¡MAL!!

Y ya no tengo fuerzas para reclamar nada. No puedo estar peleándome con los que me han dejado sin internet, los que me han dejado sin dial en el microondas, los que me han instalado una cocina que cojea, los que me vendieron un teclado musical que desafina, los que me han pasado una factura del gas correspondiente a otra vivienda, los que han perdido por octava vez la solicitud de ayudas para una persona dependiente de mi familia, los que me han cerrado la calefacción por error al hacer una obra en la oficina de al lado, los que me han arreglado el coche dejándome una puerta que cierra regulera, etc, etc, etc.

Así que no, no me voy a comprar nada. No puedo más y debo daros la razón: NO VOY A COMPRAR NADA. O sea que no voy a consumir, o sea que no voy a fomentar la destrucción de mi planeta, o sea que gracias a vosotros, voy a aportar mi granito de arena al contraconsumismo.

Parafraseando aquello de “no confundas con maldad lo que no es más que simple estupidez”, he llegado a la conclusión de que no debo confundir con obsolescencia programada lo que no es más que simple defecto de fabricación. En castellano, incompetencia.

Gracias por hacérmelo entender.

Gracias.

Postdata: este texto está escrito con un programa de código abierto, versión de hace más de diez años y, curiosamente, no ha fallado nunca. El de pago se me bloquea y paso de reclamar.

viernes, 20 de noviembre de 2020

INSULTO Y ODIO

El insulto no es deseable. Ojalá nadie se insultara, nadie ofendiera a nadie. Eso significaría que el mundo es chupiguay, hecho con los colorines del arcoiris pintado por unicornios rosas, y que nada nos molestaría de los demás, ni mucho ni poco.

Pero...

... hay veces que me hartas, que me tienes hasta el gorro, que me has hecho mal o, incluso, puede que hayas hecho daño a alguien a quien quiero. Me has ofendido, no te soporto más y, por un instante, mi instinto  animal -sin ánimo de ofender a los animales- desea que te atropelle un autobús dejando de ti nada más que una mancha pringosa en el asfalto. O algo así.

Pero...

... o porque soy un ser humano racional, o porque no tengo un autobús a mi disposición, dispongo del mecanismo de hacerte daño con la palabra y lo uso. Y te insulto. Sí, te insulto porque en ese momento te odio. Te desprecio, no te soporto, no te aguanto, púdrete, muérete, y, además, márchate con algún tipo de daño que te escueza un buen rato. No quiero que te vayas de rositas, así que te insulto a mala leche, con mala intención, sin reparar en remilgos ni correcciones. Te ofendo, te hago daño porque me da la gana, porque soy mala persona, porque soy débil y recurro al agravio, porque no tengo recursos dialécticos para hundirte con ironía afilada, ni puños fuertes para reventarte los morros con un buen sopapo. Ojalá no recurriera al insulto, del que casi todas -por no decir todas- las veces me acabo arrepintiendo.

Pero...

... acabo por insultarte. Y en el momento que lo hago me quedo a gusto y satisfecho. Y si, además, te hago daño, mejor para mí. Es un un placer pasajero y normalmente un error, pero en ese momento de odio, saco mi artillería y te insulto.

Pero...

¿...cómo debo insultar? ¿Es que hay normas? Puedo recurrir al insulto genérico, como imbécil, idiota, estúpido, o al más socorrido gilipollas, que de tantos apuros nos saca. Y puedo ponerle anejos, como puto gilipollas, o pedazo de imbécil, o recurrir a la composición poética de insultos varios, como estúpido de mierda, o el tradicional y entrañable tonto de los cojones.
 
Pero...

... puede que estos clásicos se me queden cortos, y entonces haya que recurrir a cosas más gordas, haciendo mención a madres, profesiones añejas o animalismos varios, e incluso combinar todo ello en una sublime frase digna de estudio literario.

Pero...

... ni estamos aquí para hacer literatura, ni para que admiren mi insulto, aunque hay grandísimos insultadores dignos de alabanza, sino para hacerte daño a ti. Y mucho, y como los insultos genéricos se me quedan cortos para según qué ocasiones, personalizo o, como dice esa manada de jipsterpollas, customizo mi epíteto adecuándolo a tu persona. No me conformo con llamarte hijo de no sé qué porque sé que te vas a quedar tan tranquilo o, por lo menos, no te va a doler tanto como si pudiera meterme por un resquicio de tu coraza y llegar a tu intimidad, así que busco un rasgo, una característica tuya y, a ser posible, una que sepa que es especialmente sensible para ti. Así que me meto con lo gordo que tienes el culo, pedazo de vaca, o lo gordas que son tus gafas, so cegato de mierda, o tu dificultad para pronunciar determinadas palabras, cacho tartaja de los cojones, o lo bajito que eres, puto enano, o... O lo que sea. Da lo mismo. Lo importante es lanzar un dardo muy punzante que te haga mucho daño a ti, que te deje sin palabras, sin respiración y que te duela mucho. A ti, y mucho, sí. Y por eso lo hago, para que te duela, atontao, que no te enteras. 

Pero...

... si de verdad te quiero hacer daño, puedo llegar al insulto brutal, a la humillación. No es sólo cuestión de ofender, sino de dejar una herida o, a poder ser, echar sal en una herida abierta, algo que rompa todos los puentes y que no permita reconciliación con el insultado ni su familia durante varias generaciones. Además, puedo conseguirlo atacando lo evidente, sin necesidad de conocerte demasiado. Incluso puedes ser un completo desconocido al que quiero insultar. Si sólo veo tus enorme orejas y no te conozco de nada, no me puedo meter con tu alma, pero sí con tus evidentes soplillos de Dumbo. Y, así, al que tiene el color de su piel diferente al tuyo, por ejemplo de color negro -o muy oscuro- le llamas simplemente negro torciendo la boca, como si te repugnara la sola palabra, y encima lo dices despacio, para que se dé cuenta de que no hablas de un color, sino de una categoría de ser humano menos valiosa que una cucaracha; o al chaval acogido en un centro de menores que no tiene para pagarse un bocadillo le sueltas un silbante y sencillísimo muerto de hambre; o directamente atacas a cada una de las nacionalidades que puedan surgir, como a los gabachos, a los alemanazis, a los moros, a los gringos, a todos los sudacas, a los chinorris... madre mía, ¡que orgía de destrucción, qué arte para el dolor! Y, sí, son insultos que se aprovechan del racismo, de la xenofobia, del género, de la ideología, sí.  

Pero...

... parece que, en un mundo que ya no tiene privacidad, se nos olvida que si es un insulto ad hoc, llamar gafotas a alguien no es despreciar al colectivo de gafotas. Lo que pasa es que a esa persona sé que le hace mucho daño que le recuerden que no ve tres en un burro, y el resto de cuatroojos del mundo me da igual porque lo que quiero es hacerte daño a ti, y solo a ti, y que sufras. Si a ti te molesta que te digan que tienes el pelo rubio, es un problema tuyo, ya que a mí no me molesta, pero como a ti sí, te llamaré rubio-rubio-rubio hasta que llores. Porque te estoy insultando y quiero hacerte daño. Es imposible ser políticamente correcto a la hora de insultar porque, precisamente, el insulto hiriente es la propia definición de la incorrección.

Pero...

... resulta que ahora mismo todo el mundo está escuchando, e insultar ofende no sólo al insultado, sino al que se siente representado. Todos los culogordos del mundo nos sentimos mal cuando se lanza ese insulto durante una pelea de borrachos en un remoto pueblo de Siberia, al igual que todos los birojos, los enanos, los cojos e, incluso, especies completas, como travelos, maricones, locas, fachas, nenazas, histéricas, machitos, subnormales o -perdón- políticos de todos los colores, y aquí es donde aparece el problema del insultador. Yo no soy nadie, y en una conversación privado-insultadora puedo llamarte lo que me dé la gana y quedarme a gusto conmigo mismo, con el consiguiente riesgo de que me devuelvas el insulto -o un buen sopapo, aunque eso es otra categoría del increíble repertorio de sistemas de comunicación que tiene la especie humana- pero si tengo voz pública, si soy alguien, si represento a un colectivo, a lo mejor tengo que andarme con ojo, porque si me enfado contigo, so torpe, y te deseo el destierro por patoso, puede que alguien entienda que todos mis seguidores deben dedicarse a desterrar a las personas que son poco hábiles por pura convicción ideológica, como axioma, sin pensar que realmente a mí me dan igual los torpes del mundo y que sólo quería insultarte a ti, patoso de mierda. O sea que puede que si recurro a insultos de andar por casa no suceda nada, pero si recurro a las bombas atómicas, a los insultos de destruir toda relación tirando de racismo, sexismo, xenofobia y demás, puedo estar generando movimientos muuuuuuuuy peligrosos que nada tienen que ver con el insulto, sino con -perdón de nuevo- ideologías.

Pero...

... como no queremos que esto derive en una debacle de muerte y destrucción, como sociedad nos protegemos  con leyes que eviten que se pueda incitar a odiar a un colectivo. Recuerda que yo te odio a ti, sólo a ti, y te hago daño a ti -y a lo mejor sólo en este momento, que es habitual que se pase el calentón y mañana seamos tan amigos otra vez-, pero si aprovecho que te insulto a ti para que mis seguidores empiecen a repartir palos a todo un colectivo, no estoy insultando, sino incitando a un movimiento de exclusión que, perdona que te diga, es despreciable. Y odio estos movimientos.

Pero...

... resulta que la incitación al odio ahora es, simplemente, delito de odio, y si te odio porque eres odioso, porque incitas al odio, porque eres un racista de mierda o un xenófobo repugnante, estoy cometiendo un delito, así que mi desprecio por ti, mi deseo de que no existas como colectivo es un delito, y no lo puedo evitar porque, sinceramente, te odio. Y te deseo eso del autobús - metafóricamente hablando, claro-, o cosas peores, y lo siento en mi razón, en mi pecho y en mi sentido común.

Pero...

... es un delito. O eso dicen. Como no soy un picapleitos de mierda, no sé leer leyes y no sé si desearte el mal porque eres uno de esos que apalean sintechos por diversión los viernes por la noche es un delito de odio, o si simplemente odiar es un delito. Quizá los loqueros deberían pronunciarse o, quizá y pensándolo mejor, callar y seguir a su aire sin meterse en estos jardines.

Pero...

... lo siento mucho, yo no soy nadie. Y casi nadie somos nadie relevante más allá de nuestros cuatro conocidos y familiares, así que si te llamo estúpida, so estúpida, no es porque sea un machista misógino patriarcoasesino homofóbico -que no te digo que no, que ya ni lo sé-, sino porque en este momento me la has liado y, como soy un inútil con las palabras o el razonamiento, un débil mental e incluso -qué ironía- un estúpido, he recurrido al insulto. Y te he insultado. Y aunque lo he hecho a gritos, nadie va a salir a la calle a gritarle a las estúpidas lo estúpidas que son, o a formar un contramovimiento contra los estúpidos como yo que llamamos estúpidas a las estúpidas como tú. Lo cierto es que, en general, la gente pasa de todo bastante mucho.

Pero...

... para eso están las redes sociales y -perdón otra vez- los medios de comunicación serios que les dan publicidad, para liarla, ¿no? Así que todos los días hay un colectivo herido por culpa de un comentario hecho por una putavieja de un pueblo de Albacete, o un grupo mancillado por un chiste de mal gusto hecho por un caraculo del barrio de al lado, o un honor maltrecho por una foto compartida en un grupo de jubilados de Minesota. Ruido, ruido, ruido que evita que nos fijemos en los problemas que hay tras las palabras: que el morodemierda es un chaval que ha tenido que huir de su país por esa cosilla del hambre y ahora tiene frío porque duerme en la calle, que la bacaburra es una chica con sobrepeso por culpa de la depresión que le ha provocado el hecho de no tener los huesos de las chicas de la tele y se pasa el día recibiendo mensajes horribles de sus compañeros de clase, que el menadeloscojones no es más que un niño que se saltó la infancia por esa cosilla de la guerra y que está a mil kilómetros de la última persona que tenía su cultura o que hablaba su idioma, o que el putoyonki no es más que un enfermo que no se puede permitir el lujo de asumir su realidad...

Pero...

... nos quedamos en el debate del insulto y el odio, que es mucho más fácil porque nos permite hablar, hablar y hablar sin decir nada, y legislamos el insulto mientras que no legislamos el hambre, el frío o el miedo. Como siempre, señalamos la Luna y nos quedamos mirando el dedo.

Pero...

... qué gilipollas eres  somos

lunes, 19 de octubre de 2020

DESPERTAR

Cree que es la primera vez que despierta, pero no es así. Despertar, lo que se dice despertar, puede haberlo hecho unas cinco veces más este último mes y medio, aunque su cerebro no ha sido capaz de retener el recuerdo. Eso sin contar las veces que ha abierto los ojos, o que ha movido las manos, o que incluso ha llegado a ser capaz de intentar hablar con alguien, aunque, tras tanto tiempo intubada, su garganta fuera incapaz de canalizar correctamente el aire. En su mente, todo aquello se ha almacenado como un mal sueño.

Pero esta vez parece diferente. Puede sentir cosas básicas, como el tacto de las sábanas o la temperatura de la sala, pero también dirigir la mirada a voluntad para darse cuenta de dónde se encuentra. Hay pitidos mecánicos procedentes de múltiples máquinas de las que entran y salen cables y tubos que, a su vez, entran y salen de su cuerpo. La luz es suave, pero todo parece brillar demasiado. Todo está muy tranquilo, pero hay un ruido extraño, rítmico, como de lija sobre una pizarra, que es incapaz de localizar y que la está volviendo loca. Cuando intenta mover la cabeza, que parece pesar unas dos toneladas, el ruido cambia de intensidad y es entonces cuando se da cuenta de que procede de su cuerpo, de su nariz, de su boca: es su respiración, que también depende de una máquina.

Se nota molida y siente como si tuviera una tonelada de piedras sobre el pecho, pero le sorprende lo relajada que se encuentra. Bendita química, piensa.

Con su despertar, el ritmo de los ruiditos de las máquinas ha variado. Alguna ha debido de enviar una señal de aviso a la centralita porque se nota revuelo al otro lado de las mamparas. Al rato se abre la cortina de plástico y aparece una especie de astronauta metido en una escafandra hecha de bolsas de basura y cinta americana. Empieza a hablarle, pero no se le entiende ni una palabra. Revolotea alrededor de la cama tocando los botoncitos de las máquinas, sus tubos, sus cables, sus brazos, y todo ello sin dejar de hablar como si estuviera metido debajo del agua. Otros astronautas igual de estrafalarios aparecen por entre la cortina de plástico y se dedican a revolotear, toquetear y parlotear como el primero, pero ella es incapaz de concentrarse en sus sonidos porque está fascinada con esos trajes amorfos hechos de retales de bolsas de la compra, de guantes de lavar platos, de gafas de buceo, de láminas separadoras de folios. Por el tono de sus voces, sabe que son hombres y mujeres, pero todos parecen una montaña de residuos reciclables por igual. Le da la risa, aunque a través de la boquilla que le cubre la nariz y la boca no asoma más que como una tímida sonrisa. Ellos, a ver ese gesto, sonríen con ella. O eso parece, puesto que tampoco es fácil adivinar sus expresiones tras la monumental montaña de plástico que les cubre. Le cambian unos líquidos por otros, le inyectan más líquidos en más tubos, le farfullan cosas y la dejan tranquila.

La nueva química empieza a sustituir a la antigua y su cerebro se empieza a despejar. Parece poder hilvanar dos pensamientos coherentes consecutivos, pero también empieza a sentir pequeños dolores por todo el cuerpo, aunque no le molesta demasiado porque prefiere tener la cabeza despejada y aclarar la situación en la que se encuentra.

Recuerda el hospital, el caos de las urgencias y los nervios. Recuerda la gente apelotonada en salas de espera forradas con cinta film de cocina, auxiliares desesperadas por encontrar un poco de cinta aislante para sellar un tubo, jóvenes médicos residentes desplomándose entre lágrimas recibiendo el ánimo de las enfermeras más veteranas y, sobre toda esa montaña de desconcierto, recuerda la tos. No sabe si es un recuerdo del día de su ingreso, pero está segura de que es el recuerdo del momento en el que fue consciente de que era ella la que estaba tosiendo y que estaba enferma. Es un recuerdo que se enlaza con el de estar tiritando recostada sobre una silla de ruedas rota mientras intentaba llegar a una zona aislada donde no contagiar a nadie y, sin embargo, no dejar de pensar que aquello no le podía estar pasando a ella porque tenía demasiado trabajo como para enfermar en aquel momento. Curiosamente, también pensaba en que se le había olvidado comprar la leche y que el desastre de su marido no se iba a acordar de comprarla desnatada, además de que tenían la reunión de padres del colegio de la niña. Es un recuerdo lleno de furia por la impotencia de no poder hacer trabajar un poco más. Luego, todo son imágenes dispersas: uniformes rosas, batas blancas, pijamas verdes, voces de hombre, de mujer, pinchazos y, finalmente, aire, menos aire, menos aire, aún menos aire…

Se abren de nuevo las cortinas de plástico y aparece otra de aquellas montañas de envases reciclados. Aparte del farfulleo y de los inevitables toqueteos a las máquinas, tubos y cables, le indica que le trae un folio envuelto en un plástico transparente y lo pega con cinta adhesiva en uno de los laterales de la cama para que ella lo vea. Le es difícil enfocar y concentrarse en leer, pero las letras que hay en ese folio son grandes, inmensas, coloridas…

De pronto se le va la cabeza, la piedra que tiene encima del pecho ha engordado una tonelada y no puede apartarla para respirar. Se ahoga, se ahoga. Suenan las alarmas de las máquinas, las cortinas de plástico se apartan de un golpe, entran los astronautas y todos, como una máquina que ha hecho este mismo trabajo innumerables veces, se mueven acompasadamente para aliviar aquel peso del pecho y que el aire entre en sus pulmones.

Esta vez es distinto porque sabe que se va. Sabe que sus pensamientos conscientes van a durar muy poco más y que existe la posibilidad de no volver a despertar, así que mientras se hunde en aquel mar de oscuridad que la está tragando, bracea desesperadamente buscando un flotador que le ayude a llegar a la superficie hasta que, por fin, su mente se aferra con las uñas a la imagen de ese folio pintarrajeado que está pegado en el costado de su cama y en el que, entre corazoncitos rosas, unicornios morados, lunas, estrellas y soles, hay escrita en letras mayúsculas una sentencia de vida por la que merece seguir adelante a toda costa: “Mamá: yo de mayor quiero salvar vidas. Voy a ser enfermera. Como tú.”